miércoles, 4 de julio de 2007

NOS VAMOS A PIRINEOS. MON DIEU! PON UN 28

Ahora que empieza el verano y muchos vais a Pirineos a andar en bici, os subo este artículo que fue el primero que publiqué hace ahora ya 10 años (¡cómo pasa el tiempo!). Es un artículo histórico, pues en él aparece por primera vez una mención al Col del Agonistic.
Por cierto, la foto me la sacaron en la cima del Tourmalet la primera vez que participé en la marcha L'Isard-Bahamontes, que es la que se describe en el texto. Los manguitos verdes son los que menciono en el artículo, y fue a partir de la bajada del Tourmalet cuando se puso a llover y no paró hasta el día siguiente.


NOS VAMOS A PIRINEOS. MON DIEU! PON UN 28


(Artículo publicado en el nº 4 de Cicloturismo a fondo en junio de 1997)


Ni por esas. Ni con el 38-28, ni con el 30-23. El año que viene traeré un 23-30, a ver si así sufro menos.
Cada año traigo más dentadura y siempre acabo pasando el control de alcoholemia del gendarme de turno, que piensa que en el bidón llevo algo más potente que la bebida isotónica de rigor, a juzgar por el color de mi cara y por las eses que realizo reptando puerto arriba (será por esto que le llaman la serpiente multicolor).
Pero ni con un Rioja Reserva del 87 subiría más alegremente este Col del’Agonistic, catalogado como "Fuera de Categoría" para los pros en el Tour, y que para los "ciclogloberos de elite" como nosotros está bien dentro de la categoría de "pared machacante".
Parece que fue ayer cuando pasé por el cartelito de 10 km a Meta y me estoy acercando al que indica que ya "sólo" quedan nueve. Compruebo que a medida que ascendemos se va deteniendo el tiempo. ¡12 minutos para recorrer un kilómetro! He batido mi propio récord.
Mientras intento distraer la atención de mis piernas en estos cálculos cronométricos, veo una bicicleta medio en la cuneta medio en el asfalto. ¿Dónde estará el dueño? Unos metros más de altitud y aparecen las piernas de lo que hace poco debía de ser un ciclista. Y tras los restos de estos miembros inferiores, entre la hierba, se esconde el cuerpo. ¿Cómo habrá llegado hasta aquí? No me da la cabeza para tanto y, de todas formas, ya vendrán las asistencias de la organización.
Sigo hacia la meta, que calculo debe de estar a algo más de ¡una hora! y voy pensando dónde se sitúa el límite de la resistencia globerística.
No sé cómo, pero siempre se sacan las fuerzas necesarias para concluir la tortura con éxito (o casi siempre).
Recuerdo aquel hombre en la Loroño de hace unos años que cruzó la ansiada meta en Urkiola y se dirigió directamente hasta la cuneta dejando un reguero en el asfalto en el que se pudo analizar una papilla de pelargón que le dio su querida madre a los tres meses de edad, y no se fue bosque abajo como un biker cualquiera porque le sujetaron los de la Cruz Roja, que le inflaron a glucosas y potingues varios.
O aquel otro que al llegar a la siempre gratificante pancarta de último kilómetro, se percató de que no había perdido nada por allí y se dio la vuelta, quizás porque llegaba tarde a cenar, quién sabe.
En fin. Siete kilómetros para meta.
Un pequeño garçon se pone a correr a mi lado y me ofrece una botella de agua mientras me anima con un inmejorable acento francés: ¡Allez champion! ¡Allez champion! O me confunde con Virenque o es que practica para el Tour, que en pocos días vendrá por estos lares. No sé. De todas formas me da nuevas energías y me pongo a pedalear con algo más de dignidad. Hasta que se da la vuelta y retorno a mi sabio y experimentado pedaleo autómata y de mínimo consumo.
Es el cuarto año que vengo a esta marcha y, más o menos, el proceso es siempre similar. Ilusión en la víspera mientras venimos por la autopista; mal descanso tras la opípara cena debido a la ansiedad y el canguelo que nos empieza a recorrer el cuerpo; madrugón y directamente a la ventana a mirar el cielo (¡ay de nosotros como llueva!); desayuno en el hotel entre otros grupos de globeros de elite que nos hacen pensar que somos corredores profesionales; temblequeo en la línea de salida; una docena de meadillas del miedo; y por fin comenzamos a pedalear hacia nuestro destino con brío, con ilusión, algunos a ritmo de carrera pero la mayoría con buena letra y sin salpicar.
Después van pasando las horas, los kilómetros y los bonitos puertos montañeros que escalamos como buenamente podemos, hasta que llegamos a los últimos, y casi siempre más duros, donde comenzamos a percibir sensaciones en nuestro cuerpo que sólo se sienten unas pocas veces al año y que son las que nos hacen regresar año tras año.
Deben de tener razón los que nos llaman masoquistas. Ningún conocido mío de los que opinan que estirar el brazo para apretar el botoncito del mando a distancia es un deporte de alta competición ha logrado comprender nunca cómo la sensación de fatiga extrema y el superar todas estas dificultades y castigos psicofísicos es reconfortante para mí.
Una vez que les conté que había estado más de once horas subiendo y bajando puertos bajo un suplemento del diluvio universal y con una bolsa de basura como chubasquero, tuve que convencerles para que me quitaran esa camisa blanca tan rara, que además tenía unas mangas que no eran de mi talla.
Cinco kilómetros meta. ¡Qué alegría!
He llegado al último puesto de avituallamiento del recorrido. Pero no pienso parar, ya que si pongo pie a tierra no sé si podré volver a arrancar. Me ofrecen un cafecito caliente que lo acepto agradecido en francés. ¡Qué rico sabe! Y eso que no tenía ni azúcar.
Un compañero de fatiga, navarro parece, le pide a la rubia de la organización insistentemente: "De ló. De ló. Sivuplé". Y la chica le mira sin entender nada hasta que él grita "¡Agua, coño!" Y ella asiente: "¡Ah. De l’eau." ¡Qué don de lenguas! Europeos que somos.
Sigo a mi ritmo pensando en que ya estoy en la cuenta atrás, hacía no sé muy bien dónde. En estos casos suelo emplear varias argucias psicológicas para sobrellevar mejor este calvario. Por ejemplo, cuando en realidad me faltan casi cinco kilómetros, yo me digo a mí mismo que sólo son tres ya que como son casi cuatro y medio pues redondeo a cuatro y el último lo hago por narices, porque una vez llegado a la pancarta de último kilómetro ya puedo decir que he terminado la prueba. Sencillísimo.
Otro truco consiste en ir contando las pedaladas de cinco en cinco, así me concentro en los numeritos y hay unos metros que no pienso en nada más. Hasta que me distraigo con una mosca y otra vez a sufrir.
También utilizo el sagaz ardid, que lo reservo para cuando las rampas son de órdago a la grande, de ir cubriendo mini etapas: ahora hasta ese bache, luego hasta la curva, un poquito más hasta el árbol, etc. Hay rampas que son tan duras que aún he de subdividir las mini etapas en otras intermedias. Y cuando ya llego a elaborar complejas teorías sobre el cálculo infinitesimal, pues se ha terminado el tramo duro y tan fresco. Ni enterarme.
¿No ves? Ya estoy en los últimos cuatro kilómetros. ¿O debo pensar en tres? ¡Qué lío!
Pues no te digo que me empiezo a animar, justo ahora que se está acabando la marcha. Seguro que es el café. Me siento mucho mejor que antes y hasta tengo ganas de comer algo, así que me beberé todo lo que me queda de glucosa y la última barrita de muesli.
¡Increíble! Acabo de dejar a los tres franceses que venían todo el rato a mi marcheta de diesel.
Me estoy animando. Voy a bajar un par de dientes a ver qué se siente.
Parece que lo aguanto bien. Por fin puedo sacar la fiera de escalador que llevo dentro. Hay que decir también que este kilómetro es mucho más suave que los anteriores, pero aún así me encuentro muy mejorado.
Miro el reloj a ver si estoy todavía dentro del tiempo de Plata. Ni soñarlo. Hace quince minutos que estoy por encima, aunque si me esfuerzo un poco haré un tiempo por debajo del que hice el año pasado. ¡Pues venga!
Me pongo en pie sobre los pedales, no sólo para cambiar de postura, sino con la intención, tal vez vana, de acelerar el ritmo.
Miro mis piernas y me creo un corredor de los buenos. Bien afeitadas, finas, con una capa de aceite tonificante mezclado con polvo y sudor, tienen un aspecto digno de un profesional. Por lo menos doy el pego y puedo presumir ante los amiguetes; siempre y cuando no me pidan el diploma para ver en qué puesto he quedado.
Tres kilómetros meta. Esto está chupado.
Al dar la curva ya se puede ver lo que me queda. Lo último. El final. La puntilla que dirían otros. Un kilómetro muy duro, con dos dígitos de desnivel, y por fin la zona de acceso a la inevitable Estación de Esquí donde está lo que llevo deseando ver desde hace más de diez horas: la Meta.
¡Más de diez horas! Se dice pronto, pero se hacen largas si piensas todo lo que da de sí un día desde las siete de la mañana hasta las cinco de la tarde.
Por eso es mejor pensar en la salida en que lo único que vas a hacer es un poco de llano para calentar, luego subir un puerto, bajarlo, otro poco de llano, subir otro puerto, bajar y ya subir hasta meta. Un paseo de más de doscientos kilómetros.
Lo que suele ocurrir es que en estos montes hasta bajar te fastidia. Acabas con las manos agotadas de darle al freno y si no hace muy buen tiempo te congelas bajando -sobre todo la primera vez, que vine de pardillo pensando en que era verano, con unos manguitos verdes como única protección, y me encontré con que el invierno más frío que he pasado nunca fue un verano en los Pirineos-.
Se acabó. Un único kilómetro y pondré otra muesca en el cuadro de mi bici. Además esta parte es bastante suave. A echar el resto. Le paso al francés que va delante de mí hace ya rato y consigo que se pique. Nos enzarzamos en una dura pelea por el honroso puesto cuatrocientos y pico -de 1700 que hemos salido que conste que sólo hemos terminado unos 800- y tras un bello forcejeo tipo Rominger versus Indurain le dejo ganar. Siempre he sido un caballero.
Tras pasar la meta tomo un té caliente y me zampo sin pensar un plátano frito -qué porquerías comen estos franceses-. Veo a otros compañeros de viaje con los que campartí, parece que hace siglos, la ascensión al primer puerto y nos contamos muy excitados nuestras respectivas historias: que si he cogido un pajarón en tal sitio, que si me dolía la rodilla, que si casi me caigo, que si he pinchado. En fin, como todos los años un cúmulo de fatalidades nos ha impedido realizar esa fantástica marca que tenemos en nuestras piernas. Otra vez será.
Me despido de ellos y comienzo a bajar hacia el hotel. Esta bajada es la peor. He de ir esquivando al rosario de cicloturistas que serpentean por la pared, y además tengo frío, me duelen las manos y la espalda y sólo pienso en ducharme y dormir.
Estoy tan cansado que en la habitación del hotel, mientras espero tumbado en la cama, aún vestido de ciclista, a que me dejen libre la ducha, me duermo.
Y sueño con que estoy subiendo un puerto interminable, agotador, de los infinitesimales,... y, lo creas o no, duermo feliz.

(c) 1997. Javier Sánchez-Beaskoetxea

1 comentario:

Anónimo dijo...

lo que yo queria, gracias