ES LA VIDA, QUE PASA
Sigo pedaleando mientras la brisa de esta tarde de verano me acaricia. Se está tan a gusto aquí... La carretera es toda para mí, no hay nadie, y se puede escuchar perfectamente el murmullo del río que baja a mi derecha. Los rayos del sol de esta tarde de agosto se abren paso con descaro entre el follaje y flirtean con la superficie del agua, tranquila en el remanso donde juguetean las luces y las sombras de las ramas de los árboles. Me detengo y tiro al agua una piedra que rompe la monotonía del instante en mil ondas que arriban plácidamente a la orilla en pequeñas olas. Un pez salta del agua y me invita a seguir mi camino.
Ruedo por terreno fácil con inusitada alegría. Se está tan
bien que desearía que la ruta de hoy nunca tuviera fin. Hay momentos, ah, qué
momentos, que deberían ser eternos. Menos mal que nos dejan recuerdos que, si
bien no son eternos, nos asaltan de vez en cuando el resto de nuestra vida. Y
éste es uno de ellos.
Hay veces, muchas veces, que en nuestras excursiones en
bicicleta alcanzamos un estado de satisfacción tal que por si solo compensa
todas las penurias, que también las hay, que sufrimos con nuestro deporte.
Los ciclistas suelen llamar a este estado "ir sin
cadena", aunque para ellos casi siempre está relacionado con un estado de
forma excepcional que les permite rodar a tope casi sin querer.
Pero para nosotros, por lo menos para mí, esta especie de
nirvana no significa necesariamente que estemos en nuestra mejor forma. Simplemente
sucede cuando vamos en bici y todo confluye para que el goce sea máximo. La
carretera se queda sin coches, el paisaje es maravilloso, la temperatura es la
ideal, el viento cesa, la naturaleza se nos presenta plena y nos permite oírla,
verla, olerla, tocarla y saborearla en el apogeo de su ser.
Todo se detiene a mi alrededor. Estoy solo con mi bicicleta
en un entorno excepcional. Un fácil descenso culmina aún más la sensación de ir
más allá de mi ser, pues ahora ni siquiera he de pedalear para mantener la
magia del instante. El Sol va bajando mientras el día va llegando a su fin y
las nubes del horizonte anuncian un ocaso a la altura de la tarde que estoy
disfrutando. Pero aún queda un rato para eso. No tengamos prisa.
De mientras puedo seguir disfrutando de los maizales que
bordean la cuneta. Algunas de sus hojas se arriman a la carretera, como las
manos de los niños en las carreras cuando las extienden para animar a los
corredores. Y respondiendo a su petición alargo el brazo y las voy acariciando
hasta que el maizal se termina junto a un puentecillo, donde aprovecho para
detenerme un rato y asomarme de nuevo al río que, manso, sigue su camino hasta
un mar lejano.
Ya lo dejó escrito Jorge Manrique. Nuestra vida es como un
río que va a parar a la mar, que es el morir. Y el río sigue su curso, su vida,
hasta ese mar conocido y con un final esperado y yo sigo mi vida, mi carretera,
de la que no sé el final. Prefiero mi vida, abierta al final que sea, a la del
río, con un final cerrado, conocido.
Y monto de nuevo en la bici, y sigo rodando hacia el Sol, y
sigo sintiendo la cálida brisa en la cara, y sigo pensando que este momento es
único, y sigo sin querer que termine, y...
Poco a poco el Sol cae hacia aquellas montañas que se ven a
lo lejos, aquellas montañas que me esperan en pocos días, aquellas montañas tan
bien conocidas por tantas miles de ruedas de bicicletas, bicicletas sobre las
que miles de personas han gozado lo que hoy estoy gozando yo.
Es la vida, que pasa. Y solo pasa hoy. No la dejes escapar. Disfrútala.
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