jueves, 10 de febrero de 2011

El relato del Facebook (resultado final)


Sin duda su pachorra encima de la bici era lo que más le caracterizaba. Pero, pese a todo, era muy difícil descolgarle cuando dejaba de pensar en ello. Así, con una vagancia infinita, subía como los mismos ángeles, como si levitara sobre las montañas, como si la gravedad se hubiera invertido a su paso.
Su bici no era la más moderna, nada de nanotecnología, nada de cosas ligeritas. Siempre había buscado la fiabilidad en todos sus componentes.
Muchas veces era capaz de rodar sin respetar a sus líderes en pos de la victoria o, al menos, del espectáculo. Era capaz de lo mejor y de lo peor.
Te ponías a su lado y rápidamente fluía la conversación, sus piernas seguían el ritmo acompasado mientras comentaba la grandiosidad del paisaje, te contaba cualquier quehacer doméstico o te preguntaba por tu padre al que también había conocido encima de la bicicleta, de eso hacía ya algunos años.
Sin embargo, aquel día su forma de moverse en el grupo no era la habitual. Parecía nervioso y se mostraba agitado. Incluso su rostro mostraba una crispación que jamás habíamos visto. Es cierto que el viento sur le influía mucho en el estado de ánimo. Pero esto iba más allá.
Su mirada perdida, su atención lejos de su cadencia de pedaleo que con tanta naturalidad manejaba, su conversación corta, escueta, extraño en su carácter abierto. Pasaba los kilómetros en una posición retrasada, hasta que dejó de seguir la estela del grupo, cuando decidió, sin decir nada, tomar una ruta alternativa, un giro repentino. Y de repente solo, extraño y solo, el silencio. Levantó la mirada al infinito sin que rueda alguna le impidiera ver la raya del horizonte. Decidió arrancar de cuajo el ciclocomputador, tiró el casco a la cuneta y olvidó la hora, el tiempo, el espacio y por un segundo pensó que podría seguir avanzando infinitamente.
Él pasaba por una época difícil, quizás esa soltura sobre la bici, esa facilidad para lograr todo lo que se proponía le hizo perder la cabeza.

Raquel nunca madrugaba. Ni siquiera un viaje que obliga a tomar temprano un avión impedía que se le pegasen las sábanas. La disciplina del entrenamiento y la competición no habían sido suficientes para quitarle el gusto por trasnochar. A la hora del aperitivo dominical, tras un frugal desayuno, se encaminó hacia la salida del pueblo, pedaleando sobre el crepitar de las primeras hojas caídas que cubrían el asfalto. Pasaba del mediodía pero el sol otoñal alargaba las sombras, invitando a la pereza.
Había quedado con el de la pachorra para dar una vuelta por los alrededores. Él vendría ya sudado y algo cansado después de pelearse con los de la peña en algún promontorio no muy lejano y juntos realizarían unos cuantos kilómetros hasta un merendero cercano donde les esperaban unas tapas de patatas bravas, rabas y lomo embuchado que regarían con una cervecita mientras contemplarían el paso del otoño con los tímidos rayos de sol entre los árboles despojados de sus hojas.
Y así era su pedaleo, perezoso y aún peor, zigzagueante, mientras se acercaba a la cerrada curva que dejaba atrás el pueblo. Y tras aquella curva, la soledad, por fin.

Nadie sabía que llevaban un tiempo viéndose a escondidas, por eso el de la pachorra parecía extraño estos últimos días. Ya no disputaba las subidas al final de las salidas, ya no solía hablar con tanto interés sobre cualquier cosa. Se mostraba ausente, porque su mente no estaba ya con la grupeta, sino que estaba con ella, con Raquel.
Raquel, por su parte, lo que se mostraba era confusa. Desde que le conoció no pensaba más que en él, y su relación, no muy formal, la verdad, con uno del pueblo estaba en la cuerda floja. A ella le gustaba la bicicleta, pero no solía salir mucho con ella porque su noviete no era deportista y sus amigas tampoco lo eran. Y precisamente era eso lo que le atraía del de la pachorra, su amor, su pasión por la bicicleta.
Así siguió por la carretera, con su pensamiento confuso pero con su ilusión revivida ante la posibilidad de una nueva relación con alguien como ella.
La carretera, a la salida del pueblo, discurría serpenteando cerca de un río y balizada perfectamente por una hilera de chopos que señalaban el camino. Al fondo, tras una recta, una curva se perdía tras unas rocas, y de esta curva surgió el de la pachorra que venía decidido al encuentro de Raquel, a quien se le aceleró el pulso al verle. Los dos aceleraron el paso. El cielo estaba azul y no había nadie más allí, por lo que los trinos de los pájaros y el canto de las cigarras apenas podían tapar el ruido que las ruedas de ambas bicicletas producían al rodar con rapidez sobre el asfalto.
Él fue el primero en detener su marcha. Cambió de carril y esperó mirando hacia atrás hasta que Raquel llegó a su altura. Se miraron durante un instante eterno y finalmente él le preguntó hacia dónde quería ir ella ese día.
–Me es igual, -contestó ella brevemente. –Ya he llegado a donde quería.
Las bicicletas rodaban muy juntas y el cálido aire del otoño acariciaba sus rostros iluminados mientras sus miradas se dirigían hacia el horizonte, un horizonte azul e infinito, un horizonte que a partir de ahora compartirían para siempre.


Nota: Esta historia la inicié en el Facebook con las tres primeras frases. A partir de ahí varios amigos colaboraron en la continuación del relato, que lo terminé yo para darle un final coherente a la historia. Creo que ha quedado bonito. Gracias a los que habéis participado.
Se ha publicado en el número 40 de la revista Pedalier.

2 comentarios:

Nevado dijo...

Una historia excelente!!! un 10 para ti y para los escritores. Espero k te recuperes pronto Javier!!!

Javier Sánchez-Beaskoetxea dijo...

Muchas gracias.