miércoles, 24 de octubre de 2007

La metamorfosis

(Artículo publicado en el número 18 de la revista PEDALIER)

Una mañana, tras un sueño intranquilo, K. se despertó convertido en un verdadero ciclista. Estaba echado de espaldas sobre un cuerpo fino y, al alzar la cabeza, vio sus piernas torneadas y oscuras, surcadas por prominentes venas que resaltaban sobre una piel tersa y bien afeitada.
- ¿Qué me ha ocurrido?
No estaba soñando.
Todo había empezado años atrás, como un juego infantil. Salidas en verano con sus amigos por el pueblo y por los pueblos cercanos con una bici de paseo. Con ella subía las cuestas más duras de los alrededores y descendía jugándose la vida.
Más tarde, una primera bici “de carreras” le permitió recorrer mayores distancias y subir las cuestas más rápido. Algunos de sus amigos abandonaron la bici, pero K. y otros pocos seguían disfrutando con ella. Y poco a poco las distancias se alargaban y K. sobrepasó un día la mágica cifra de 100 km.
Más tarde, además de las excursiones estivales, K. comenzó a salir en bici también el resto del año, cuando hacía buen tiempo y los estudios se lo permitían. Nuevos puertos y nuevas carreteras ampliaban el horizonte y la diversión. Sentir el viento en la cara, el frescor de la mañana, el sol calentándole, todo era placentero.
Las piernas de K. ya comenzaban a ser en blanco y negro, y él, en lugar de ocultarlas las mostraba orgulloso en la playa y en la piscina, pues eran síntoma de sus cada vez más horas en la carretera.
K. comenzó a salir con nuevos compañeros. Compañeros con más experiencia que le abrieron a nuevos mundos y nuevas experiencias sobre la bici. Marchas cicloturistas. Algo nuevo para él. Subidas rápidas. Esprines divertidos. Puertos de entidad, famosos, míticos. Jugaba ya a ciclista y tomaba la salida como si fueran un equipo. La bici seguía siendo el mejor juguete, como cuando era niño.
Cada vez más kilómetros. De superar los 100 paso a vencer los 150. Luego superó los 200 kilómetros en un solo día y pensaba ya en los 250. Ahora K. ya se afeitaba las piernas. Olor a linimento en su casa a las mañanas, a primera hora. Olor a kilometrada.
Luego dio el salto a los Pirineos. Subidas de Tour. Escenarios del ciclismo del bueno, del de verdad. K. quiso probar en la competición, pero pronto vio que no era lo suyo. Cicloturista. Ahí sí que se veía, y ahí seguía disfrutando.
Las piernas y el cuerpo de K. que se reflejaban en el espejo iban pareciéndose cada vez más a las de sus ídolos. Delgado, fino, de rostro alargado. Moreno ciclista evidente hasta en las manos. Músculos bien visibles. K. ya era ciclista, cicloturista. La bicicleta ya era parte de él, una prolongación de su ser. Sentía el asfalto en sus manos cuando las ruedas lo tocaban, veía más allá de las curvas y más allá del pelotón. Oía su corazón cuando lo obligaba a desbocarse. Pero no lo oía gritar de dolor, sino que lo oía gritar de placer. Había aprendido a anticiparse y había aprendido a sufrir, a sentir las cuestas, a saborear las curvas y a soportar el frío y el calor. La metamorfosis se había completado. Poco a poco. Inevitablemente.
Y así nos ha ocurrido a la mayoría. Así hemos llegado hasta aquí. Así es la pasión por la bicicleta, por el ciclismo, por el cicloturismo.
Y que así sea por muchos años.

(c) 2007. Javier Sánchez-Beaskoetxea

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