Permitidme que me ponga nostálgico, pero acabo de regresar de mi peregrinación anual al que para mí es el centro espiritual del cicloturismo: el Tourmalet.
Si para los musulmanes la Meca es el lugar sagrado por excelencia; si para los cristianos Jerusalem y el Vaticano son lugares de visita obligada; si para los esotéricos Stonehenge es uno de los lugares mágicos del planeta; para los cicloturistas, para mí, el Tourmalet es el punto desde el que más cerca está el cielo. Hay puertos más altos, hay puertos más duros, hay puertos más decisivos en las carreras ciclistas, pero no hay ningún puerto como el Tourmalet.
De entrada su nombre ya contiene otra palabra importante para un amante del ciclismo: Tour, la carrera de las carreras. Y fue en el Tour donde el Tourmalet se hizo mito.
21 de julio de 1910. Tiempos heroicos. Tiempos de grandes gestas. Un puñado de hombres curtidos, rudos, aguerridos, aperreados, salen de Luchón para afrontar una de las etapas del Tour de Francia. Pero en esta ocasión, por primera vez en el Tour, por primera vez en la historia del ciclismo, los héroes -oportuna palabra- tienen que subir un gran puerto de montaña. Bueno, no un solo puerto de montaña, sino varios puertos encadenados. El orden es el siguiente: Peyresourde, Aspin, Tourmalet, Soulor, Aubisque y Osquich. Tras estos puertos, a 326 km de Luchón, les espera Bayona.
La etapa es una infierno. Casi todos deben echar pie a tierra para poder ascender los puertos, que no eran sino pistas de montaña.
Octave Lapize llega el primero a Bayona en un tiempo de 14 horas y 10 minutos. Ganará ese Tour, pero en la cima del Aubisque, el último coloso tras el Tourmalet, deja para la historia el eco pirenaico de su acusación de "asesinos" a los organizadores del Tour.
Hoy, desde hace unos pocos años, justo en la cima del Tourmalet hay una escultura y una placa en homenaje a estos hombres y a los que les siguieron.
Cada vez que un cicloturista llega hasta allí en bici, se gana la condición de pequeño héroe y la placa y la escultura también están dedicadas a él.
Recuerdo la primera vez que ascendí al Tourmalet, al cielo. Era también la primera vez que subía un puerto tan duro y no sabía cómo iba a terminar el encadenamiento del Tourmalet y de Luz Ardiden. En la cima, he de confesarlo, estaba emocionado. Rodeado de gente, mucha gente, me hubiese quedado allí a vivir. ¡Qué vistas! ¡Qué montañas! ¡Qué historia! ¡Qué recuerdos!
Y ahora, muchos años después, muchos kilómetros después, muchos puertos después, muchas ascensiones al Tourmalet después, sigo sintiendo algo especial al llegar a esos 2115 metros mágicos por encima de mi mar. Allí, entre montañas y leyendas, entre historias y recuerdos, entre la alegría y el cansancio, sigo encontrando el cielo, un cielo que no he hallado en ningún otro puerto, en ninguna otra carretera.
Cuando se habla de estos lugares se suele decir aquello del "marco incomparable", pero es un error. Por supuesto que el Tourmalet es comparable a otros muchos puertos, pero sólo encuentro una comparación posible: es mucho más bonito, es mucho más mítico, es mucho más emocionante, es, simplemente, mucho más que cualquier otra subida. Y todo aquél que haya estado allí arriba lo sabe.
Yo lo único que espero es regresar pronto al cielo, y poder quedarme en él.