Miedo.
Eso es lo que siento tras inspeccionar el último tramo de pavé el día previo.
He leído y oído mucho sobre esta carrera y esta marcha, he visto muchas
ediciones por la tele, he imaginado muchas veces lo que sería rodar por estas
piedras legendarias y sentirlas en primera persona. Pero todo lo que me había
imaginado no sirve para nada. Los 1.400 metros del pavé de Hem, que además no
son de los peores, me enseñan la cruda realidad. Rodar por aquí en bicicleta es
durísimo y es verdad que decir que es un infierno no queda muy alejado de lo
que siento.
Mientras
pedaleo estos pocos centenares de metros el miedo me atenaza. ¿Cómo voy a pasar
mañana los más de 54 kilómetros totales de pavé? ¿Seré capaz de hacerlo?
Terminamos el tramo y por primera vez desde hace muchos años me voy a enfrentar
a una marcha cicloturista en la que no tengo nada claro que sea capaz de llegar
a la meta, y eso me deja una sensación muy extraña y un tembleque por todo el
cuerpo que no solo se debe a las piedras. Además, justo cuando estábamos
terminando el tramo se ha puesto a llover y Aitor cae al suelo delante de mí
estrepitosamente. El pronóstico para el domingo es de lluvia casi todo el día.
Miedo, mucho miedo. Miedo a caerme, miedo a no terminar, miedo a sufrir.
Damos
la vuelta para volver al Hotel y esta vez, con el pavés muy mojado, ruedo
buscando la cuneta, que por lo menos este tramo la tiene y puedes esquivar lo
peor. Mientras rodamos hacia el velódromo más famoso del mundo del ciclismo no
sé qué pensar. Estoy confuso y nervioso por lo que he visto.
A la
una de la mañana suena el despertador. Tenemos que salir temprano para coger el
autobús de la organización que nos va a llevar a Bohain-en-Vermandois, donde
nos darán la salida oficial. No llueve. Duermo algo en el viaje. Menos mal.
Amanece
y el cielo no está demasiado amenazador. Cruzo los dedos. A las seis llegan los
últimos amigos que han dormido en Bohain y empezamos a rodar. Solo tenemos 22
km hasta el primer tramo de pavés y quiero llegar pronto para quitar los
temores y para empezar a sufrir cuanto antes. Si hay que pasarlo que sea
rápido.
Se ha
formado un bonito pelotón y cuando estamos ya cerca de este primer tramo de
2.200 m (y que lleva el nombre del gran Stablinsky) me voy a cola del grupo
siguiendo las enseñanzas del gran Marino Lejarreta. No soy precisamente muy
hábil en la bici y no quiero entrar de los primeros y provocar caídas a los que
me tengan que pasar, que serán muchos, supongo.
Y por
fin, ahí delante está el pavé. Es ligero descenso por lo que se entra rápido y
la sensación al empezar a botar es brutal. Sé que es mejor coger el manillar
por arriba, pero entonces las manos me quedan lejos del freno y el miedo me
hace asir el manillar de las manetas. Sufro más, pero mantengo un ligero
control sobre la velocidad y puedo evitar el acercarme demasiado a los que
tengo delante. La sensación es horrible. Los botes de la bici me impiden
pedalear con un mínimo de coordinación y las manos casi no pueden controlar el
manillar. No quiero acercarme al de delante porque temo que si él tiene que
hacer un giro brusco me caeré, y las piedras tienen pinta de ser muy duras.
Voy
pasando los metros y ya he perdido a mis amigos. Empiezo a hacer cálculos y
creo que si todos los tramos los paso así, quizás llegue a meta para cenar. De
repente el tramo se bifurca y seguimos rectos, pero enseguida unos gritos nos
avisan de que era para la izquierda. Retrocedo, cojo el camino bueno y al de
poco salgo del pavé. De mis amigos la mayoría se han ido por la ruta mala. Es
normal, vas rápido, te emocionas y tiras todo recto.
Me
paro, veo que todo en la bici está en su sitio y decido seguir a mi ritmo.
Viendo la velocidad con la que he pasado el pavé seguro que más adelante me
dejará atrás todo el mundo.
A partir
de ahora ya es una sucesión sin fin de tramos de pavés y tramos de asfalto. Ni
me preocupo de mirar lo que queda para cada tramo ni lo que miden. Solo trato
de rodar bien en el asfalto y pasar los pavés de la mejor manera posible.
Increíblemente para mí, a partir del segundo tramo empiezo a disfrutar de los
adoquines. Al tomarlos en grupos pequeños y ser más llanos puedo agarrar el
manillar de arriba y controlar la velocidad sin miedo a caerme. Las cubiertas
de 28 mm sin mucha presión y la doble cinta de manillar amortiguan bastante y
aprendo rápidamente a rodar por el medio del pavés.
Tras
cuatro tramos de pavé llego muy animado al primer control. La bici va bien y
empiezo a ver que podré terminar esta marcha. Del control salimos todos los
amigos juntos. Algunos ya van sufriendo más de lo que esperaban. La lesión de
la rodilla que me ha tenido casi todo el mes de mayo parado me empieza a
molestar, y como voy más cómodo con un desarrollo un poco duro, casi sin querer
me empiezo a ir del grupo. Cojo un ritmo de crucero cómodo y voy entrando en
los pavés con cada vez más confianza. Incluso en los tramos paso a mucha gente
y ya no me da miedo ir pasando de la zona central a los costados para pasar a
grupos y para buscar en cada tramo la mejor trazada.
No me lo
creo pero estoy gozando con esto. Estoy haciendo la París Roubaix y estoy
rodando fuerte en los pavés. La bici bota de manera alocada, las manos reciben
mil golpes por minuto, la cabeza y la espalda suben y bajan con cada piedra que
piso, es como intentar rodar fuerte mientras alguien te agarra de la bici y te
zarandea como un loco. La velocidad es muy baja para el esfuerzo que estoy
haciendo en un terreno llano. El pavés en llano, ya lo comprobé hace tres años
en Flandes (aunque el de allí es bastante light), es como subir un repecho de
más del 10% en plato grande en cuanto al esfuerzo. Pero hay que añadirle el
sufrimiento del traqueteo y de los golpes que estás recibiendo todo el rato.
Y así,
muy animado y creyéndome tocado por la varita mágica del dios Tom Boonen, llego
al control de Aremberg. Sello la hoja de ruta, como algo, cojo agua y salgo
hacia el bosque de Aremberg, uno de los tramos míticos.
Lo ves
desde lejos porque es una recta muy larga y además hay público. Saco unas fotos
y empiezo a rodar por el medio y me doy cuenta en pocos metros de por qué es
tan famoso. Es mucho peor que los tramos anteriores.
No sé
por qué se dice que los tramos son de pavé. Es mentira. El pavé son los tramos
adoquinados que hay en algunos pueblos y ciudades. Son piedras, sí, pero
colocadas con orden. En la París Roubaix las piedras no están colocadas con
orden, sino que las pusieron tal y como las iban cogiendo. Pues bien. En
Aremberg no es que estén mal puestas, es que las pusieron para hacer el mayor
daño posible a los ciclistas. Es horrible. La bici bota de forma increíble y
casi es imposible mantener la línea recta. Además, cada pocos metros hay baches
en los que caben tres bicis y no sabes ni cómo pasarlos. Es verdad que paralelo
hay un arcén muy bueno por el que rueda la mayoría de los participantes. Pero
no he venido hasta aquí para no sentir Aremberg en mis propias carnes.
Voy
pasando el tramo como puedo a menos de 15 km/h y tratando de entender cómo es
posible que los profesionales rueden por aquí a más de 40 km/h. Hay que tener
una fuerza sobrehumana para hacer eso.
Veo el
final y me sorprendo. Me había hecho a la idea de que era mucho más largo. Han
sido 2.400 metros en donde solo me ha faltado la lluvia para saber qué es
exactamente la París Roubaix. Mejor no lo veo con lluvia. Creo que así ya es
suficiente.
Sigo mi
cabalgada y paso dos tramos más de pavés. Ya noto que las piernas no están tan
fuertes pero fugazmente me viene a la cabeza el pensamiento de que ésta es mi
marcha, de que es en la que más estoy disfrutando. Pero en mitad de un tramo de
los duros, de los que no tienen arcén por el que aliviar de vez en cuando la
agonía, un quiebro para evitar una caída me provoca una dolorosa contractura en
el muslo derecho, me quedo tieso y cuando intento sacar el pie izquierdo me da
otro tirón en la pierna izquierda. No me puedo bajar de la bici y cuando estoy
a punto de dejarme caer sobre la hierba logro sacar el pie y bajarme de la
bici.
El
dolor es insoportable y lo peor es que me quedan 90 km hasta la meta. Este mes
sin entrenar ha hecho que mis piernas me digan que solo estaban preparadas
hasta aquí, que no más.
Hace
poco vimos la foto del cuadro de la bici de Jens Voight en el que lleva la
inscripción "Shut up legs" (callaos piernas). Tengo que hacerlas
callar como sea. Me estiro un poco, tomo un gel y glucosa. Me doy puñetazos en
la contractura. Y finalmente vuelvo a montar. Yo no llevo la misma inscripción
que el bravo ciclista alemán, pero llevo las iniciales de Félix del que me
acuerdo en los momentos duros.
Sigo
adelante.
Ahora
voy con mucho cuidado y despacio. El siguiente tramo lo paso en plato pequeño
intentando guardar las piernas. Nuevo avituallamiento y me paro un poco más.
Luego, en un bar en el camino, me tomo un café cargado de azúcar.
Los
siguientes kilómetros de asfalto parece que me sirven para recuperar un poco
las piernas y logro retomar un ritmo decente, pero ahora en cada tramo de pavés
busco desesperadamente las cunetas, la hierba y cualquier lugar que haga la
tortura más llevadera. La rodilla ya no me molesta, porque ahora todo mi dolor
se concentra en el muslo y en las manos, en las que tengo varias rozaduras y ya
no puedo asir el manillar con comodidad. Me quedan más de 50 km de sufrir, pero
sea como sea sé que llegaré a la meta.
Los
tramos de pavés de esta zona casi no tienen escapatoria y los afronto con
resignación. Además, aunque sobre el papel son cortos, la realidad es que
termina uno, cruzas una carretera y te metes en otro, así que apenas te dejan
alivio para tus males, que a estas alturas ya son muchos.
En la
cabeza ya empieza a sonar un nombre: el carrefour de l'Arbre, el último duro,
el otro tramo mítico. Y a fe que no desmerece su fama. No tiene arcén y se hace
muy largo. Sufro muchísimo en cada bote por las manos y porque ya no tengo
apenas fuerzas. Ya no creo que ésta sea mi carrera, pero la voy a terminar.
Cuando se acaba el carrefour de l'Arbre me saco una foto junto al famoso café
que hay al final. Ahora vienen unos kilómetros de asfalto en los que me
recupero un poco. Solo me queda el tramo de Hem, el que reconocimos el día
anterior. Por lo menos sé que tiene un arcén y sé que es el último.
Lo paso
con más pena que gloria y empiezo a saborear el placer de terminar una marcha
en la que he sufrido tanto. No sé si será la carrera profesional más dura, pero
desde luego es la más difícil de ganar.
Entro
en Roubaix y accedo al velódromo. Se oye la campana y me emociono. Voy
levantando el puño, como Boonen. Pero el bueno de Tomeke se lo enseñaba a su
director y yo me lo enseño a mí mismo, a mi padre, que falleció hace dos meses,
a mi amigo Javi, que falleció de forma repentina hace dos semanas, a mi
familia, y a mi amigo Félix, cuyo nombre rueda conmigo en la bici. Soy tan
feliz que quisiera llorar, pero no me salen las lagrimas, nunca lo hacen.
He
conseguido terminar la París Roubaix y el orgullo y la satisfacción de haberlo
hecho me acompañarán toda la vida. Según escribo esto aún me duelen las manos.
Sé que se pasará pronto, pero, no sé, casi prefiero que no se me vaya este
dolor.